martes, 13 de diciembre de 2011

La superabuela

¿Qué haríamos los hijos sin nuestras madres? Es una gran pregunta, que vuelve a cobrar sentido cuando tienes hijos pequeños. 

Muchas veces, estás deseando que te dejen en paz, porque no puedes impedir que te llenen la cabeza de consejos que ni has pedido, ni quieres. Sin embargo, aportan una ayuda inestimable a muchas familias, incluyendo a la nuestra. 

Cuando teníamos una señora que cuidaba a la peque, no la necesitábamos tanto. Vino alguna vez que la señora tenía que ir al médico y cosas así, pero poco más. Sin embargo, desde que empezamos la guarde, pasa casi más días en mi casa que en la suya, porque alguien tiene que ocuparse de la niña cuando está enferma y, desde que vamos a la guarde, no dejamos de estar enfermos. 

La superabuela llega por la mañana, cuida de la nieta y se queda a comer conmigo. A veces, pasa parte de la tarde con nosotras, hasta que llega el marido de alguna de las dos: El suyo a buscarla o el mío de trabajar. 

La nieta adora a su abuela. Es casi enfermizo, me atrevería a decir. Cuando mi madre se marcha, mi hija llora como jamás ha llorado ni por su padre, ni por mí. ¡Y no veas cómo se alegra cuando la ve llegar! 

Tengo la suerte de que mi madre fue una supermamá y ha sido capaz de reciclarse para ser una superabuela. No es la típica que mete a la niña en un parque o que la ata a la trona para que no dé guerra. Se tira con ella en el suelo, la enseña a bailar, le canta canciones, salen de paseo... ¡Se montan unas fiestas entre las dos! 

El proceso es sencillo: La niña va a la guarde, se pone mala, viene la superabuela, la niña mejora, la niña vuelve a la guarde, la niña vuelve a estar mala... y vuelve la superabuela. 

¡Viva la superabuela! 

jueves, 1 de diciembre de 2011

La mala educación

Estar embarazada siempre es una aventura porque, poco a poco, vas cogiendo volumen, va costándote más moverte en espacios estrechos y entre grandes aglomeraciones de gente, sientes molestias cuando estás en ciertas posturas... No es una queja, estoy encantada de tener a mi pequeñuela dentro, pero es un hecho.

Cuando estaba de 5 meses, estaba sentada en el metro, ocupando casualmente el asiento reservado (ni me había fijado, era el que estaba libre), e iba leyendo un libro. La verdad es que no percibí a la mujer que entraba con un bebé en brazos. Sin embargo, ella sí me percibió a mí, porque me obligo, de muy mala maneras, a levantarme del asiento reservado (que yo también tenía derecho a utilizar). Si se hubiera acercado educadamente, también se lo hubiera cedido. Y, si no me lo hubiera pedido, pero la hubiera visto, también. Al fin y al cabo, en mi caso era una cuestión de comodidad; en el suyo, de seguridad.

Eso sí, estaba tan empecinada en sentarse en el asiento reservado, que ni siquiera que otros pasajeros se ofrecieran a cederle sus asientos la hizo desistir de echarme del mío.

Algunas personas a las que les he contado esta historia me han preguntado el motivo de que no le diera una mala respuesta y la mandara a paseo. Las razones son sencillas: Ella necesitaba más el asiento que yo y yo no discuto por una tontería como esa.

Ahí tenéis la primera muestra que quería hacer de mala educación. Lo malo no es que pidiera el asiento, sino las formas.

La segunda me pasó ayer. Ahora estoy de 6 meses y empiezo a tener un volumen respetable.

Íbamos en el metro mi marido con Pirañita en brazos y yo. Vi un asiento libre y rápidamente me situé de forma que a mi marido le diera tiempo a llegar con la pequeña, para que ambos se sentaran. El asiento estaba dispuesto al lado de otro y enfrentado a otros dos. En los otros asientos había una chica de algo más de veinte años, un hombre de algo más de treinta y una señora que no volvería a cumplir los 60. ¿Adivináis quién se ofreció a cederme el asiento?

En efecto, la señora mayor me ofreció levantarse para que me sentara. Como es natural, le dije que no. ¡Faltaría más! Pero los otros dos, después de ver la escena, ni se inmutaron. Al final, me senté cuando el hombre se levantó para bajarse del tren.

Después, cogimos un autobús que estaba hasta la bandera, motivo por el que nos alegramos de no ir con la sillita, porque no nos hubieran dejado subir.

Había dos personas jóvenes sentadas en los asientos reservados, que nos miraron y apartaron la vista cuando les devolví la mirada.

La verdad es que me preocupaba que mi marido no pudiera sentarse con la niña, porque es una situación peligrosa para ambos. En ese momento, dos señoras mayores nos llamaron para dejarnos ambos asientos. Yo les agradecí que nos dejaran uno para mi marido, pero les pedí que se quedaran el otro. Insistieron y, al final, nos sentamos muy agradecidos.

Ni que decir tiene que había varias personas mucho más jóvenes sentadas en otros tantos asientos que ni se inmutaron.

Mi conclusión es que la gente no tiene modales. Sólo las personas mayores y algunos inmigrantes (y depende mucho de los países de origen) se dignan a ceder un asiento. ¿Los peores? Los jóvenes.

¿Qué educación y valores estamos transmitiendo para que la gente sea cada vez más egoísta y pase de todos los demás? ¿Por qué sólo vemos nuestros derechos y somos tan insolidarios con los demás?

Espero saber transmitir a mis pequeñajas los valores que a mí me enseñaron mis padres porque, igual puedo ir empanada en un medio de transporte en un momento dado, pero a mí me hacían levantarme para ceder el asiento a una persona que lo necesitara o con quien tenía sentido tener una deferencia; y es lo que quiero hacer con mis hijas.